La lucha contra el pecado

 

El pecado está a la puerta; con todo esto, a ti será su deseo, y tú te enseñorearás de él (Gn. 4:7, énfasis del autor).

Como se indicó en el capítulo anterior, nuestra santificación es un esfuerzo conjunto de parte de Dios y de nosotros. Crecemos progresivamente para ser más como Jesús en cooperación con el Padre. Él nos da la habilidad y la motivación para ser santos. “Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder” (2 P. 1:3, énfasis del autor). Él nos da una nueva naturaleza y nos guía por medio de su Santo Espíritu. Pero todavía nos deja algo para que lo hagamos. Aún tenemos libre albedrío. Debemos obedecer al Espíritu que habita en nosotros, y todo cristiano auténtico hace esto en cierto grado. De lo contrario sería un creyente falso (ver Ro. 8:5-14).

Es nuestra responsabilidad también renovar nuestras mentes con la palabra de Dios, porque debemos conocer su voluntad antes de cumplirla. Aun en eso, Dios nos ayuda a través del ministerio de la enseñanza del Espíritu Santo y a través de maestros humanos divinamente ungidos. Conforme nuestras mentes se van renovando con su verdad, nos transformamos (ver Juan 8:31-36; Ro. 12:2). Y, por supuesto, también tenemos la responsabilidad de no ser tan sólo oidores de la palabra, sino hacedores (ver Stg. 1:22).

Debemos mantener este balance. Aunque la Escritura habla tanto de la responsabilidad humana como de la divina, muchos enfatizan una y olvidan la otra. Históricamente, a un lado están los pietistas que tratan de ser santos con su propia fuerza. Al otro lado están los quietistas que aborrecen la idea de la lucha humana, y que dejan todo en el regazo del Señor. Ambas posiciones son defendidas con largas listas de escrituras, y si sólo un lado se tomara la molestia de mirar la lista del otro, se darían cuenta que ambos están en lo correcto y, a la vez, están equivocados. La verdad está en el medio, en donde a ambas listas se les da un lugar honroso igual. Quizá la escritura que mejor expresa este balance es Filipenses 2:12-13:

Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente, sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad (énfasis del autor).

El fruto que el Espíritu produce dentro de nosotros es amor, gozo, paz, paciencia, bondad, benignidad, fe, mansedumbre y dominio propio, pero sólo con nuestra cooperación se manifestará dicho fruto en nuestras vidas. Debemos hacer algo, porque, de acuerdo a la Escritura, hay por lo menos tres fuerzas que se oponen al fruto:

(1) Dios nos ha permitido permanecer “en el mundo”, un mundo que nos tienta a ser desamorados, abatidos, ansiosos, impacientes, desatentos, malvados, sin fe, crueles y autocomplacientes.

(2) Aunque Dios nos ha llenado con su Espíritu, nos ha dado una nueva naturaleza y ha quebrantado el poder del pecado en nosotros, él también ha permitido que permanezca en nosotros un residuo de la vieja naturaleza, lo que Pablo llamó “la carne”.

(3) Aunque hemos sido librados del reino de Satanás y ya no somos su descendencia espiritual, nos encontramos, como aquellos cristianos de antaño, en una arena llena de leones rugientes que desean devorarnos (ver 1 P. 5:8). Satanás y sus demonios nos persiguen y nos tientan para que hagamos lo prohibido por Dios.

Estas tres son nuestras fuerzas enemigas: el mundo, la carne y el demonio.

¿Por qué Dios nos ha dejado en el territorio enemigo?

Si Dios desea nuestra santidad, ¿por qué ha permitido que estos enemigos vivan entre nosotros? ¿Qué propósito divino sirven éstos?

A semejanza de las naciones malvadas que permanecieron en la tierra de Israel luego de la muerte de Josué, a nuestros enemigos también se les permite estar entre nosotros para que Dios nos pruebe (ver Jueces 2:20-3:1). Por medio de ellos nuestro amor y obediencia, y por lo tanto, nuestra fe, son probados. La fe sólo puede ser probada en donde la incredulidad es posible. El amor sólo se puede probar en donde existe el odio como alternativa. La obediencia sólo se puede probar en donde la desobediencia es posible.

Dios dijo a los israelitas de la antigüedad:

Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él te anunció, diciendo: Vamos en pos de dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no darás oído a las palabras de tal profeta, ni al tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma. En pos de Jehová vuestro Dios andaréis; a él temeréis, guardaréis sus mandamientos y escucharéis su voz, a él serviréis, y a él seguiréis (Dt. 13:1-4).

Increíblemente, ¡Dios probó a su pueblo por medio de un falso profeta! ¿Pero, no es cierto que él posee todo el conocimiento a la vez que también posee el preconocimiento perfecto? ¿Por qué hay necesidad de una prueba?

La razón es esta: para que Dios prediga el resultado de una prueba de un agente moral libre, ese agente moral libre debe ser probado en algún momento en el tiempo. Sólo lo que puede ser conocido en el tiempo puede ser preconocido antes del tiempo. Consecuentemente, nuestras tentaciones y pruebas, limitadas por el tiempo y el espacio, sirven un propósito en el plan de Aquél que vive fuera del tiempo y el espacio. Éstas proveen los medios por los cuales se conoce si nuestra fe es genuina. Pedro escribió a cristianos que pasaban por el fuego:

En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo… Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría (1 P. 1:6-7; 4:12-13, énfasis del autor).

Si por alguna razón debemos regocijarnos, lo debemos hacer cuando estamos bajo persecución, ya que nos brinda la oportunidad de demostrar nuestra fe imperecedera. La fe que salva es constante, pero la fe puede perseverar sólo si hay oposición y tentación para no permanecer.

¿Cuál es nuestra responsabilidad?

Debido a que la teología evangélica moderna se ha contaminado tanto con ideas antinómicas que distorsionan la gracia de Dios y anulan la responsabilidad humana, hoy en día muchos cristianos profesantes piadosamente pasan sus responsabilidades a Dios. Engañados por enseñanzas falsas acerca de la gracia, para ellos cualquier mención de esfuerzo humano es considerada anatema, y bajo el sutil disfraz de defensores de la gloria de Dios, etiquetan cualquier enseñanza acerca de la santidad como legalismo. Las obras son palabras sucias que no pertenecen al vocabulario cristiano. Y ciertamente no queremos albergar ningún pensamiento de que debamos hacer cosa alguna ahora que la obra de Cristo ha sido consumada. Eso sería añadir obras (¡Dios libre!) a nuestra salvación.

Con la esperanza de remediar este razonamiento antibíblico, he compilado una lista de lo que una porción significativa del Nuevo Testamento dice que los creyentes deben hacer. El componente esencial de la responsabilidad humana en el proceso de santificación se entiende fácilmente desde el punto de vista de los muchos pasajes bíblicos que contienen mandamientos e instrucciones. Cuando los leemos, no podemos dudar más de que los cristianos son agentes morales libres que pueden desear ser santos. Del mismo modo, expuesto queda el engaño de aquellos que nos quieren hacer creer que a Dios se le resta la gloria cuando añadimos nuestros esfuerzos en el proceso de santificación. Claramente, Dios espera que aquellos que poseen su Espíritu Santo hagan ciertas cosas por el poder del Espíritu. Dicho resumidamente, debemos luchar contra el pecado en todas sus formas (ver He. 12:4). Debemos procurar la santificación “sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14).

La siguiente lista revela, de los cuatro Evangelios y el libro de Romanos, las expectativas de Dios acerca de nuestra conducta. Si el Nuevo Testamento dice que cierta conducta no es apropiada o es pecaminosa, luego entonces Dios responsabiliza a las personas por tal conducta, indicando que la responsabilidad humana es un factor en esa conducta equivocada.

Aunque usted puede estar tentado a saltarse la siguiente lista, para su propio beneficio le pido que la lea lentamente. Le puede impactar de una manera tal que le cambie la vida.

¿Qué es lo que Dios espera de nosotros? Aquí está la lista. Claramente, nada de esto sucederá en nuestras vidas a menos que hagamos lo que Dios dice.

Dios espera que:

No le tentemos (Mt. 4:7).

Adoremos al Señor nuestro Dios y le sirvamos sólo a él (Mt. 4:10).

Nos arrepintamos para ser salvos (Mt. 4:17).

Nos regocijemos y estemos contentos cuando nos persiguen (Mt. 5:12).

Dejemos brillar nuestra luz delante de los hombres para que vean nuestras buenas obras (Mt. 5:16).

Guardemos y enseñemos los mandamientos de Dios, aun el más pequeño de ellos (Mt. 5:19).

No asesinemos, odiemos o dañemos a otra persona en ningún modo (Mt. 5:21-22).

Nos reconciliemos con aquellos a quienes hemos ofendido (Mt. 5:24-25).

No cometamos adulterio o seamos lujuriosos (Mt. 5:27-28).

Quitemos cualquier cosa que nos puede hacer caer en el pecado (Mt. 5:29-30).

No nos divorciemos excepto en caso de fornicación (Mt. 5:32).

No juremos y nunca mintamos, sino que mantengamos nuestra palabra (Mt. 5:33-37).

No nos venguemos, sino que seamos extremadamente tolerantes con otros, haciendo el bien aun a aquellos que nos maltratan (Mt. 5:38-42).

Amemos a nuestros enemigos y oremos por los que nos persiguen (Mt. 5:44-47).

Luchemos para ser perfectos (Mt. 5:48).

No hagamos buenas obras con el propósito de recibir la alabanza de otros (Mt. 6:1).

Demos limosna (Mt. 6:2-4).

Oremos (Mt. 6:5-6).

No usemos vanas repeticiones cuando oremos (Mt. 6:7).

Oremos siguiendo el modelo del “Padre Nuestro” (Mt. 6:9-13).

Perdonemos a otros (Mt. 6:14).

Ayunemos (Mt. 6:16).

No nos hagamos tesoros en la tierra, sino que nos hagamos tesoros en el cielo (Mt. 6:19-21).

Sirvamos a Dios y no al dinero (Mt. 6:24).

No nos preocupemos por nuestras necesidades materiales (Mt. 6:25-32).

Busquemos primero el reino de Dios y su justicia (Mt. 6:33).

No juzguemos a otros (Mt. 7:1-5).

No demos lo santo a los perros (Mt. 7:6).

Pidamos, busquemos y llamemos (Mt. 7:7-11).

Hagamos con otros lo que queremos que otros nos hagan (Mt. 7:12).

Entremos por la puerta estrecha (Mt. 7:13).

Nos guardemos de los falsos profetas (Mt. 7:15-20).

Hagamos lo que Jesús dice o enfrentaremos la destrucción (Mt. 7:24-27).

Roguemos al Señor para que envíe obreros a su mies (Mt. 9:38).

Confesemos a Jesús delante de otros y no lo neguemos (Mt. 10:32-33).

Amemos a Jesús más que a nuestros familiares cercanos (Mt. 10:37).

Tomemos nuestra cruz y sigamos a Jesús (Mt. 10:38).

Perdamos nuestra vida por la causa de Jesús (Mt. 10:39).

Llevemos su yugo sobre nosotros (Mt. 11:28-30).

Seamos con Jesús y recojamos con él (Mt. 12:30).

No hagamos blasfemia contra el Espíritu Santo (Mt. 12:31).

Hagamos la voluntad del Padre (Mt. 12:50).

Honremos a nuestros padres (Mt. 15:4-6).

No nos contaminemos con malos pensamientos, homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios ni calumnias (Mt. 15:19-20).

Nos neguemos a nosotros mismos (Mt. 16:24).

Nos convirtamos y lleguemos a ser como niños, humillándonos (Mt. 18:3-4).

No seamos la causa de que un niño que cree en Jesús tropiece (Mt. 18:6).

No seamos la causa de tropiezo de nadie (Mt. 18:7).

No despreciemos a ningún niño (Mt. 18:10).

Amonestemos en privado a cualquier hermano que peque contra nosotros (Mt. 18:15).

Obedezcamos las instrucciones de Jesús en cuanto a la disciplina eclesiástica (Mt. 18:16.17).

Perdonemos de todo corazón a nuestros hermanos (Mt. 18:35).

Amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos (Mt. 19:19).

Seamos los siervos de otros (Mt. 20:26-28).

Paguemos los impuestos al gobierno y demos a Dios lo que le pertenece (Mt. 22:21).

Amemos a Dios nuestro Señor con todo nuestro corazón, alma y mente (Mt. 22:37).

No permitamos a nadie que nos llame “maestro” o “líder”, y no llamemos a nadie padre sino a nuestro Padre Celestial (Mt. 23:8-10).

No nos exaltemos sino que nos humillemos (Mt. 23:12).

No impidamos a nadie que entre al reino de Dios (Mt. 23:13).

No tomemos ventaja de las viudas (Mt. 23:14).

Nunca influenciemos a otros a actuar con hipocresía (Mt. 23:15).

No ignoremos las provisiones más fuertes de la ley, tales como la justicia, la misericordia y la fidelidad (Mt. 23:23).

No seamos hipócritas en ninguna manera (Mt. 23:25-28).

No temamos a las guerras o a los rumores de guerras antes de la venida de Cristo

(Mt. 24:6).

No tropecemos, o traicionemos a otros u odiemos al hermano (Mt. 24:10).

No permitamos que los falsos profetas nos desvíen (Mt. 24:11).

No permitamos que nuestro amor se enfríe debido al aumento de la maldad (Mt. 24:12).

Soportemos hasta el fin (Mt. 24:13).

No creamos falsas noticias acerca de la venida de Cristo (Mt. 24:23-26).

Reconozcamos las señales verdaderas de la venida de Cristo (Mt. 24:42).

Seamos siempre esclavos sensatos y fieles, anticipando el inminente retorno de nuestro Señor, sin caer y en perfecta obediencia (Mt. 24:45-51).

Utilicemos el tiempo, talentos y tesoros que Dios nos ha encomendado para servirle (Mt. 25:14-30).

Proveamos alimento, bebidas, techo y abrigo a los cristianos pobres; visitemos a los enfermos y a los presos cristianos (Mt. 25:34-40).

Participemos en la cena del Señor (Mt. 26:26-27).

Hagamos discípulos en todas las naciones, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todos los mandamientos de Jesús (Mt. 28:19-20).

Nos cuidemos con lo que escuchamos (Marcos 4:24).

No ignoremos los mandamientos de Dios por guardar las tradiciones (Marcos 7:9).

No nos avergoncemos de Jesús o de las palabras de él (Marcos 10:14).

Estemos en paz unos con otros (Marcos 9:50).

No impidamos a los niños que vengan a Jesús (Marcos 10:14).

Tengamos fe en Dios (Marcos 11:22).

Creamos que hemos recibido todas las cosas por las que oramos y pedimos (Marcos 11:24).

Nos cuidemos de los maestros religiosos que llevan ropas que los hacen sobresalir, que les gustan los saludos respetuosos, los primeros asientos y lugares de honor, toman ventaja de las viudas y hacen largas oraciones por asuntos de apariencia (Marcos 12:38-40).

No estemos ansiosos acerca de lo que tenemos que decir cuando estamos en prueba por nuestra fe, sino que digamos lo que el Espíritu Santo nos dice en ese momento (Marcos 13:11).

Nos bauticemos (Marcos 16:16).

Bendigamos a los que nos maldicen (Lucas 6:28).

Demos a todo el que nos pide, y no demandemos lo que otros nos han quitado (Lucas 6:30).

Prestemos a otros, sin esperar nada (Lucas 6:35).

Seamos misericordiosos (Lucas 6:36).

No condenemos a otros (Lucas 6:37).

Demos (Lucas 6:38).

No señalemos la paja en el ojo del hermano si nosotros tenemos un tronco en el nuestro (Lucas 6:41-42).

No le llamemos “Señor” a menos que hagamos lo que él dice (Lucas 6:46-49).

Recibamos la palabra de Dios en nuestros corazones y aferrémonos a ella para que demos fruto con perseverancia (Lucas 8:12-15).

Escuchemos la palabra de Dios y hagámosla (Lucas 8:21).

Recibamos a los niños en el nombre de Cristo (Lucas 9:48).

No miremos para atrás luego de poner nuestras manos sobre el arado (Lucas 9:62).

Pidamos el Espíritu Santo (Lucas 11:13).

Miremos que nuestra luz no sea tinieblas (Lucas 11:35).

No amemos los lugares de honor y las salutaciones en las plazas (Lucas 11:43).

No carguemos a otros con cargas pesadas que nosotros mismos no podemos llevar (Lucas 11:46).

No persigamos a sus profetas (Lucas 11:49).

No tomemos la llave del conocimiento ni impidamos que otros entren al verdadero conocimiento de Dios (Lucas 11:52).

Cuidémonos de líderes religiosos hipócritas (Lucas 12:1).

No temamos a aquellos que sólo pueden destruirnos físicamente (Lucas 12:4).

Temamos a aquel que luego de matar tiene autoridad para lanzar a alguien al infierno (Lucas 12:5).

No hablemos mal ni blasfememos a Jesús ni al Espíritu Santo (Lucas 12:10).

Tengamos cuidado y estemos alertas contra cualquier forma de avaricia (Lucas 12:15).

No nos hagamos tesoros para nosotros mismos sino hagámonos tesoros para con Dios (Lucas 12:21).

Vendamos nuestras posesiones y demos a los pobres (Lucas 12:33).

Llevemos fruto (Lucas 13:6-9).

Luchemos para entrar por la puerta estrecha (Lucas 13:24).

Nunca tomemos lugares de honor, exaltándonos a nosotros mismos. Más bien, debemos humillarnos y tomar los últimos asientos (Lucas 14:8-10).

Amemos a Dios más que a nuestros seres queridos (Lucas 14:26).

Primero evaluemos el costo de llegar a ser su discípulo (Lucas 14:28-32).

Pongamos todas nuestras posesiones materiales bajo su control (Lucas 14:33).

Nos regocijemos cuando Dios muestra su misericordia al salvar a los pecadores (Lucas 15:1-32).

Seamos fieles en las cosas pequeñas y con el dinero (Lucas 16:9-11).

Tengamos compasión con los pobres (Lucas 16:19-31).

Reprendamos al hermano si peca y le perdonemos si se arrepiente (Lucas 17:3-4).

Nos consideremos esclavos inútiles aun cuando hemos hecho todo lo que se nos ha mandado (Lucas 17:7-10).

Oremos en todo tiempo y no desmayemos (Lucas 18:1).

No confiemos en nosotros mismos como justos, ni veamos a otros con menosprecio (Lucas 18:9).

Recibamos el reino como un niño (Lucas 18:17).

Nos mantengamos alerta en todo tiempo, oremos de modo que nos fortalezcamos para escapar de las pruebas que preceden a la venida de Cristo y poder estar de pie ante Jesús (Lucas 21:36).

Prediquemos el arrepentimiento y el perdón de los pecados en el nombre de Cristo a todas las naciones (Lucas 24:47).

Nazcamos de nuevo (Juan 3:3).

Creamos en Jesús (Juan 3:16).

Le adoremos en espíritu y verdad (Juan 4:23-24).

Honremos a Jesús (Juan 5:23).

Busquemos la gloria de Dios (Juan 5:44).

Creamos las escrituras de Moisés (Juan 5:46-47).

No trabajemos por la comida que perece, sino por la comida que a vida eterna permanece la cual es dada por Jesús (Juan 6:27).

Comamos la carne y bebamos la sangre de Cristo (Juan 6:53-54).

No juzguemos por la apariencia, sino con juicio justo (Juan 7:24).

Permanezcamos en la palabra de Jesús (Juan 8:31).

Sirvamos a Jesús (Juan 12:26).

Nos amemos unos a otros como Jesús nos ama (Juan 13:34).

Creamos que él está en el Padre y el Padre está en él (Juan 14:11).

Hagamos las obras que Jesús hizo y mayores aún (Juan 14:12).

Amemos a Jesús y guardemos sus mandamientos (Juan 14:15).

Permanezcamos en el amor de Jesús (Juan 15:9).

Pidamos cualquier cosa en el nombre de Jesús (Juan 16:24).

Confiemos cuando estemos en tribulación (Juan 16:33).

Este es el fin de la lista de los mandamientos de Jesús encontrados en los Evangelios. Estas son las cosas que debemos estar enseñando a los discípulos de Cristo para que las obedezcan (ver Mateo 28:20).

Los mandamientos y las instrucciones dadas a los creyentes en las cartas no difieren mucho de lo encontrado en los Evangelios. Seguidamente consideramos la responsabilidad humana en el libro de Romanos.

Dios espera que:

No detengamos la verdad (Ro. 1:18).

No seamos culpables de idolatría (Ro. 1:23).

No cambiemos las verdades de Dios por mentiras (Ro. 1:25).

No nos involucremos en conducta homosexual (Ro. 1:26-27).

No seamos avaros, envidiosos, engañosos, maliciosos, insolentes, arrogantes, altivos,

desobedientes a nuestros padres, desleales, sin afecto natural, sin misericordia (Ro. 1:29-31).

No murmuremos ni calumniemos (Ro. 1:29-30).

No aprobemos a los que practican el pecado (Ro. 1:32).

No miremos con ligereza las riquezas de su bondad, tolerancia y paciencia (Ro. 2:4).

Perseveremos en hacer el bien (Ro. 2:7).

No seamos egoístamente ambiciosos (Ro. 2:8).

No maldigamos o hablemos palabras amargas (Ro. 3:14).

Nos consideremos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo (Ro. 6:11).

No dejemos que el pecado reine en nosotros, obedeciendo sus deseos (Ro. 6:12).

No presentemos nuestros miembros al pecado como instrumentos de injusticia (Ro. 6:13).

No codiciemos nada (Ro. 7:7).

No vivamos de acuerdo con los deseos de la carne, sino que hagamos morir las obras de la carne por el Espíritu (Ro. 8:12-13).

Presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo y santo (Ro. 12:1).

No nos conformemos a este mundo, sino que seamos transformados por la renovación de nuestras mentes (Ro. 12:2).

Ejercitemos nuestros dones de acuerdo con la gracia dada a nosotros (Ro. 12:6).

Amemos a otros sin hipocresía (Ro. 12:9).

Aborrezcamos lo que es malo y sigamos lo bueno (Ro. 12:9).

Nos amemos unos a otros con amor fraternal, prefiriéndonos unos a otros en cuanto a honra (Ro. 12:10).

No seamos perezosos sino diligentes (Ro. 12:11).

Seamos fervientes en el espíritu cuando servimos al Señor (Ro. 12:11).

Nos regocijemos en esperanza (Ro. 12:12).

Perseveremos en la tribulación (Ro. 12:12).

Nos dediquemos a la oración (Ro. 12:12).

Contribuyamos para las necesidades de los santos (Ro. 12:13).

Practiquemos la hospitalidad (Ro. 12:13).

Bendigamos a aquellos que nos persiguen y nos maldicen (Ro. 12.14).

Nos regocijemos con aquellos que se regocijan y lloremos con los que lloran (Ro. 12:15).

No seamos altivos sino que nos asociemos con los humildes (Ro. 12:16).

No seamos sabios en nuestra propia opinión (Ro. 12:16).

Nunca paguemos mal por mal a nadie (Ro. 12:17).

Procuremos lo bueno delante de todos los hombres (Ro. 12:17).

Estemos en paz con todos en tanto sea posible (Ro. 12:18).

Nunca tomemos venganza (Ro. 12:19).

Alimentemos a nuestros enemigos si tienen hambre y les demos de beber si tienen sed (Ro. 12:20).

No seamos vencidos del mal sino que venzamos con el bien el mal (Ro. 12:21).

Nos sujetemos a las autoridades superiores (Ro. 13:1).

No debamos nada a nadie sino el amarnos unos a otros (Ro. 13:8).

Desechemos las obras de las tinieblas y nos vistamos las armas de la luz (Ro. 13:12).

Andemos como de día, honestamente, no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contienda ni envidia, sino vistámonos del Señor Jesucristo, sin proveer para los deseos de la carne (Ro. 13:13-14).

Aceptemos a aquellos que son débiles en la fe (Ro. 14:1).

No juzguemos al hermano ni lo miremos con menosprecio (Ro. 14:10).

No pongamos tropiezo ni ocasión de caer al hermano (Ro. 14:13).

Sigamos lo que contribuye a la paz y a la mutua edificación (Ro. 14:19).

Soportemos las flaquezas de los débiles con nuestra fortaleza sin agradarnos a nosotros mismos (Ro. 15:1).

Nos aceptemos unos a otros, como Cristo nos ha aceptado (Ro. 15:7).

Nos fijemos en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que hemos aprendido y nos alejemos de ellos (Ro. 16:17).

Ahora, me pregunto, ¿tienen o no responsabilidades los cristianos? ¿Qué debemos

decirle a una persona que dice que abandona su santificación completamente en las manos de Dios, por temor a robarle la gloria a Dios y ser culpable de agregar obras a la obra de salvación?

Guerra espiritual

Todos los mandamientos e instrucciones enumeradas arriba no sólo prueban el concepto de la responsabilidad humana sino también implican que todos nosotros nos enfrentamos a alternativas. Podemos escoger hacer o no hacer lo que Jesús dijo. Desde nuestros espíritus regenerados, el Espíritu Santo nos guía a obedecer, en tanto que otras fuerzas, a saber, el mundo, la carne y el demonio, nos tientan a desobedecer. Por lo cual entendemos que estamos inmersos en una guerra.

Es necesario señalar dos puntos con respecto a esta guerra. Primero, los cristianos falsos a veces suponen, equivocadamente, que están experimentando esta guerra. En realidad, están experimentando una guerra similar entre su conciencia y su naturaleza pecaminosa. Como escribiera Pablo, aun la gente no salva posee una conciencia que alternativamente les acusa o les defiende (ver Ro. 2:15). Debido a que han violado su conciencia tantas veces, ésta se encuentra corrompida (ver Tit. 1:15), y su voz se hace cada vez más débil al ignorar ellos sus reprensiones. El verdadero cristiano, por otro lado, tiene una conciencia que ha sido totalmente avivada, que le habla constantemente y que no es fácil de ignorar. El Espíritu Santo guía a todos los hijos de Dios (ver Ro. 8:14).

El segundo punto es que los cristianos profesantes a menudo utilizan la realidad de la guerra espiritual como una excusa para pecar. “Estamos en guerra”, dicen con sarcasmo, “por lo cual es inevitable que perdamos muchas batallas”. Esta excusa está en la misma categoría de, “¡Nadie es perfecto, sabe! (Entonces seré patético)”.

Dios es el que ha permitido en su soberanía que esta guerra exista, y su propósito al permitirla no es que sus hijos pequen. Más bien, su propósito es que probemos que somos triunfadores para su gloria. Considere lo que Pablo dijo acerca de la guerra entre la carne y el Espíritu en Gálatas 5:

Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis. Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Y manifiestas son las obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios. Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley. Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos (Ga. 5:16-24).

Los cristianos indiscutiblemente tienen dos naturalezas, y una de ellas es la naturaleza pecaminosa que se opone al Espíritu Santo que mora en ellos. Pero, ¿es esto una excusa para ceder al pecado? Absolutamente no. Pablo advierte que aquellos que practican los pecados de la carne no heredarán el reino de Dios. De hecho, ningún cristiano genuino cede regularmente a la carne, porque, como Pablo dice, “los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (5:24). Esto ocurrió en el punto inicial de la salvación, cuando se manifestó la fe del corazón en arrepentimiento y sumisión al señorío de Cristo. En ese punto, metafóricamente hablando, clavamos al hombre pecador en la cruz. Y ahí debe permanecer. Todavía está muy vivo y puede gritar pidiendo que le permitan hacer su voluntad, pero por el poder del Espíritu, sus gritos no se toman en cuenta.

¿En la carne o en el Espíritu?

En el capítulo ocho de Romanos, Pablo contrasta a la persona no salva, a quien él describe como permaneciendo “en la carne”, con la persona que ya ha sido regenerada, a la cual él describe como permaneciendo “en el Espíritu”. Es muy importante que entendamos esto. Lea las palabras de Pablo cuidadosamente en este pasaje de la Escritura que vamos a considerar:

Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne; para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu (Ro. 8:3-4).

Note que Pablo ya ha descrito a los creyentes como aquellos que “no caminan [viven sus vidas] de acuerdo a la carne, sino de acuerdo al Espíritu”.

Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es vida y paz. Por cuando los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él. (Ro. 8:5-9, énfasis del autor).

Claramente, Pablo no está contrastando dos tipos de cristianos, aquellos que ponen su mente en la carne y aquellos que ponen su mente en el Espíritu. Él está haciendo un contraste entre aquellos en quienes mora el Espíritu y cuya mente está en el Espíritu, con aquellos en quienes no habita el Espíritu y cuyas mentes están en la carne—los cristianos y los no cristianos.

Se puede decir que los cristianos tienen a Cristo en sus vidas, por el Espíritu que mora en ellos, aunque todavía posean la naturaleza pecaminosa de la carne:

Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo en verdad está muerto a causa del pecado, mas el espíritu vive a causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros (Ro. 8:10-11).

Nuestro cuerpo, al que Pablo también llama “el hombre exterior” en 2 Corintios 4:16, está “muerto” o “decadente” (2 Co. 4:16) debido al pecado. Pero nuestro espíritu, el “hombre interior” (2 Co. 4:16) ahora vive porque hemos sido justificados. Se renueva cada día (ver 2 Co. 4:16). No obstante, podemos anhelar el día en que el Espíritu dentro de nosotros vivifique nuestros cuerpos “mortales” y éstos sean hechos nuevos. Con seguridad, es la intención de Dios que el Espíritu que mora en nosotros domine la carne. Está destinado a dominarla hasta el punto de cambiar nuestros cuerpos y erradicar la naturaleza pecaminosa completamente.

Finalmente, Pablo advierte a los creyentes acerca de ceder a la carne. Por el poder del Espíritu dentro de ellos, pueden “hacer morir las obras de la carne”. Deben hacer esto:

Así que, hermanos, deudores somos, no a la carne, para que vivamos conforme a la carne; porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis. Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios (Ro. 8:12-14).

¿Se encuentra usted dentro de aquellos que Pablo describe como que no morirán, sino que vivirán—los que viven “por el Espíritu…haciendo morir las obras de la carne”? Entonces es usted un cristiano auténtico. Sin duda, Pablo creía que los cristianos actúan de una manera muy distinta a los no cristianos. Como él lo dijo, los verdaderos hijos de Dios son aquellos que son guiados por el Espíritu (ver Ro. 8:14).

La respuesta a una objeción

Algunos pueden objetar: “¿Pero no es cierto que Pablo confiesa que él mismo practicaba el mal que tanto odiaba, refiriéndose a sí mismo como un “miserable?”

Sí lo hizo. De hecho, Pablo dijo esas palabras en el capítulo siete de Romanos, justo antes de que consideráramos el mensaje del capítulo ocho de este mismo libro. Los cristianos han debatido por siglos si Pablo hablaba estas palabras acerca de su vida antes o después de su conversión. Los antinómicos, en particular, les encanta tomar estas palabras en Romanos 7 como el estándar de la experiencia normal de los cristianos.

Sin embargo, al leer Romanos 7 en contexto con los dos capítulos adyacentes, todos los otros escritos de Pablo, y el resto del Nuevo Testamento, sólo puede haber una interpretación razonable. Pablo no hablaba sino de su experiencia antes de ser lleno del Espíritu. Si no fuera así, en el capítulo 7 él se habría contradicho con lo que él mismo escribió acerca de la experiencia normal del cristiano en los capítulos 6 y 8. Como se ha indagado adecuadamente, “si el hombre en el capítulo 7 es un creyente nacido de nuevo, ¿quién es el hombre de los capítulos 6 y 8? Son, sin duda alguna, dos personas muy diferentes.

Primero, notamos que el tema principal del capítulo 6 es la incompatibilidad del pecado con la nueva creación. Pablo inició con la pregunta retórica, “¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde?” (6:1). ¿Su respuesta? “En ninguna manera”. Luego escribió de la imposibilidad de que un creyente esté en tal condición: “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (6:2).

En los versículos siguientes, Pablo aclaró con vehemencia que todos los creyentes han sido unidos con Jesús en su muerte y resurrección de modo que puedan “andar en vida nueva” (6:4) ahora que ya no son “siervos del pecado” (6:6, 17, 20). Más bien, ahora son “justificados del pecado” (6:7, 18, 22), son “siervos de la justicia” (6:18), y “siervos de Dios” (6:22), “habiendo obedecido de corazón a aquella forma de doctrina a la cual fueron entregados” (6:17). El pecado ya no se “enseñorea” de ellos, y no deben dejarlo “reinar” en sus cuerpos, obedeciendo sus deseos (6:12). Más bien, deben presentar sus miembros “para servir a la justicia para santificación” (6:19).

¿En qué se parece el cristiano del capítulo 6 al hombre del capítulo 7, a quien Pablo describe como “carnal, vendido al pecado” (7:14), que practica el mal que no quiere, haciendo lo que aborrece (7:15, 19), un virtual “prisionero de la ley del pecado” (7:23), y un “miserable” (7:24)? ¿Es el hombre del capítulo 6, libre de pecado, el mismo miserable del capítulo 7 que es prisionero del pecado? ¿Es el hombre del capítulo 6, cuyo viejo hombre fue crucificado con Cristo y que su “cuerpo de pecado es destruido, a fin de que no sirva más al pecado” (6:6) el mismo hombre del capítulo 7 que anhela que alguien le libere “de su cuerpo de muerte” (7:24)? Esto no es posible, ¿o, sí?

Aún más, los primeros 14 versículos del capítulo 8, que ya consideramos antes, provocarían más preguntas si el hombre del capítulo 7 fuera un cristiano. En el capítulo 8, Pablo describe al verdadero cristiano como uno que no “anda conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (8:4), cuya mente está en el Espíritu, y no en la carne, a diferencia de las mentes de los no creyentes (8:5-6). El cristiano auténtico es aquel que “no está en la carne” sino “en el Espíritu” porque el Espíritu mora en él (8:9). Pablo advirtió que los que viven conforme a la carne deben morir, y promete que los que, “por el Espíritu hacen morir las obras de la carne” (8:13) éstos vivirán. Si Pablo hubiera estado hablando de su propia experiencia presente en el capítulo 7, estaríamos tentados a decirle que leyera su propia carta para que así pudiera enterarse de ¡cómo ser salvo y libre de pecado! Y a la luz de todas sus muchas otras exhortaciones a la santidad dirigidas a otros, le clasificaríamos como un hipócrita que predicó “hagan como yo digo y no como yo hago”.

Pablo en contexto

Si Pablo hubiera estado practicando la misma maldad que él odiaba, entonces por su misma descripción de los no creyentes en esta y otras cartas, él no era salvo (ver Ro. 2:8-9; 1 Co. 6:9-11; Ga. 5:19-21; Ef. 5:5-6). De acuerdo con lo que Juan escribió también, Pablo no hubiera sido un salvo: “El que practica el pecado es del diablo…. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado…. Todo aquel que no hace justicia, no es de Dios” (1 Jn. 3:8-10).

Si Pablo estuviera hablando en el capítulo 7 de su condición actual calificándose como un miserable prisionero del pecado, practicando la maldad, enormemente nos sorprende a aquellos que hemos leído lo que él escribe de sí mismo en otros lugares. Aunque él admite que no había logrado la perfección (ver Fil. 3:12), él escribió a los Corintios que “de nada tengo mala conciencia” (1 Co. 4:4), y también dijo:

Porque nuestra gloria es esta: el testimonio de nuestra conciencia, que con sencillez y sinceridad de Dios, no con sabiduría humana, sino con la gracia de Dios, nos hemos conducido en el mundo, y mucho más con vosotros (2 Co. 1:12).

A los cristianos de Tesalónica escribió:

Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes (1 Ts. 2:10).

Él testificó a Timoteo que le sirvió a Dios con una conciencia clara (ver 2 Ti. 1:3). Se tiene la impresión cuando se lee la historia de Pablo y sus cartas de que Pablo era un hombre muy, muy semejante a Cristo.[1] Su devoción es sin paralelo en el Nuevo Testamento, excepto por Jesús. ¿Cómo entonces nos lo vamos a imaginar practicando la maldad?

La única conclusión razonable que podemos sacar de toda esta evidencia es que Pablo hablaba de su experiencia antes de ser salvo.

“¿Pero no es cierto que Pablo escribió el capítulo 7 en tiempo presente? ¿No es eso prueba suficiente de que él hablaba de su condición presente?” se preguntarían algunos.

No, el tiempo verbal usado por Pablo no prueba nada. A menudo usamos el tiempo presente cuando hablamos de una experiencia pasada. Puedo contar una historia sobre pesca que sucedió hace diez años y decir, “Bien, ahí estoy yo en mi bote, en mi lugar favorito del lago. De pronto siento un ligero tirón en mi cuerda—No estoy seguro si es un pez o algún obstáculo. Luego ¡pica! ¡Empiezo a enrollar el sedal con el pez más grande que jamás haya pescado! Cuando lo llevo al bote, la cuerda se rompe, y ahí va nadando un róbalo del tamaño de un monstruo. Oh, ¡miserable de mí! ¿Quién me librará de este loco deporte?”

“Pero ¿no dijo Pablo en Romanos 7 que él no quería hacer el mal, sino hacer el bien? ¿Y no dijo también, “porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (7:22)? ¿Cómo podría decir esas cosas y ser un no salvo? ¿No es cierto que los no salvos son malvados y totalmente depravados?

Debemos recordar que Pablo era un judío, fariseo muy celoso antes de ser salvo. Él, a diferencia de la persona promedio que no es salva, estaba haciendo todo lo que podía para obedecer las leyes de Dios, ¡hasta el punto de perseguir a la iglesia! Pero sin importar cuán fuerte lo intentaba, no podía estar a la altura de los modelos divinos. Era esclavo del pecado. Eventualmente se dio cuenta que no podía ser justo sin la ayuda sobrenatural del Espíritu Santo. En verdad, no hay persona más miserable que aquella que trata de vivir bajo los estándares divinos pero sin haber nacido de nuevo.

Los cristianos de Romanos 7

Es muy lamentable que, a pesar de todo lo que dijeron Jesús, Juan, Santiago, Pedro, Judas y Pablo para contradecir la idea de que el hombre en Romanos 7 ha nacido de nuevo, muchos piensen hoy que tal hombre era salvo. La razón no es debido a la evidencia bíblica que apoya tal punto de vista, sino debido a las multitudes de cristianos profesantes que se identifican con el hombre de Romanos 7, practicando lo que detestan, y permaneciendo como esclavos del pecado. Interpretan la Escritura desde el punto de vista de su experiencia con una lógica que dice, “Me identifico con el hombre de Romanos 7, y soy cristiano, así que el hombre de Romanos 7 debe ser un cristiano”.

Esta interpretación errónea de Romanos 7 afirma la falsa y vacilante fe de muchos que no han experimentado la libertad del poder del pecado que Pablo prometió en Romanos 6 y 8 y que disfrutó durante toda su vida cristiana. Esta es una gran tragedia a la luz de la maravillosa gracia de Dios que está disponible libremente para todos a través de Jesucristo, si solamente las personas se acercaran a Él respetando su señorío, con una fe viva y sumisa.

 


[1] Ver, por ejemplo, Hechos 20:24; 23:1; 1 Co. 4:11-13, 17; 10:32-33; 2 Co. 5:9; 6:3, 6-7; Fil. 4:9; 1 Ts. 2:3-7.